La Lima colonial que aparece en las Tradiciones
peruanas
Raúl Burneo
Hay profusas alusiones en las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma al
tramado urbano de la Lima colonial. ¿A qué zonas de la ciudad
colonial aluden las Tradiciones? ¿Por qué? ¿Qué
puede deducirse de la mirada que echan las Tradiciones peruanas a la ciudad
colonial? El análisis que sigue a continuación elabora respuestas
a estas interrogantes y, en última instancia, sirve de sustento
a la hipótesis central de este trabajo: Las Tradiciones peruanas
adaptan la cultura criolla popular, su idiosincrasia, su humor, su oralidad,
su sensibilidad para dar forma a una narrativa de la nacionalidad peruana.
La Lima Colonial
Es preciso, en primera instancia, remontarnos a la fundación de
la ciudad de Lima, pues lo que quedó establecido en este momento
en cuanto al diseño urbano tendrá marcada influencia en
la historia posterior de la ciudad.
El padre Bernabé Cobo en su Historia de la fundación de
Lima (que recibió en un inicio el nombre de “Ciudad de los
reyes”) relata que se confeccionó una “traza”
de la nueva ciudad que estaba por fundarse y que este documento quedó
en custodia en el Cabildo. Este primer diseño disponía las
calles de Lima a la manera de un Damero. De ahí que cuando se habla
de la Lima antigua se alude al “Damero de Pizarro”.
Para fundar esta ciudad se hizo primero el Gobernador dibujar su planta
en el papel, con las medidas de las calles y cuadras, y señaló
en las cartas de los solares que repartían a los pobladores, escribiendo
el nombre de cada uno en el solar que le cabía; y teniendo atención,
no al pequeño número de vecinos con que la fundaba que no
llegaba a ciento, sino a la grandeza que se prometía había
de llegar a tener con el tiempo, tomó un espacioso sitio y lo repartió
a manera de casas de ajedrez, en ciento siete islas, que por ser cuadradas
las llamamos comúnmente cuadras.

Estas que el padre Bernabé Cobo llama “islas” son
manzanas que se encontraban dispuestas conformando la figura de un rectángulo
que cubría unas 215 hectáreas –límites que
no rebasará la ciudad hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando
el presidente Balta inicie un proceso de modernización urbana-
(María Antonia Durán Montero, 1994 y Aldo Panfichi, 1995).
En esta superficie se trazaron cuatrocientos sesenta y cuatro solares
que fueron repartidos entre los vecinos, a los cuales hay que añadir
los miembros del clero, las órdenes religiosas, los hospitales,
etc., aunque muchos de estos solares permanecieron en manos del Cabildo
o fueron destinados a ser huertas en las que laboraran los indios o lugares
de recreo debido al escaso número de españoles. Con el transcurso
del tiempo, los solares vacíos fueron vendidos u otorgados a españoles
con fortuna, o a aquellos que habían sido nombrados para algún
cargo administrativo o a quienes se les recompensaba por sus servicios
a la Corona española en las guerras de conquista.
Se separó una manzana para la Plaza Mayor, donde debían
estar ubicados los edificios de las instituciones que controlaban el poder
y ejercían la autoridad, las Casas Reales, la casa del cura y la
iglesia principal, el edificio del Cabildo. Durán Montero llama
la atención que la Plaza Mayor no haya ocupado exactamente la posición
central del damero, sino más bien una ubicación cercana
al río. De acuerdo con este esquema, la vida de la naciente ciudad
se organizaba alrededor de la Plaza Mayor, vivir en sus proximidades era
signo de elevado estatus social y económico. Pero esto último
sólo fue verdad hasta muy pocos años después de ocurrida
la fundación de la ciudad. Desde el inicio se advierte cómo
los miembros más ricos y poderosos de la sociedad colonial van
abandonando el centro de la ciudad como área de residencia y ubicándose
en otras zonas como Barrios Altos e incluso en solares más bien
apartados. Hay varias causas que provocaron estas mudanzas.

En la Plaza Mayor y calles adyacentes –como se había previsto-
se estableció el mercado de Lima y se articuló una profusa
actividad comercial. Hay que tener en cuenta que la Ciudad de los Reyes,
por su calidad de capital del Virreinato del Perú, concentraba
funciones políticas, administrativas, económicas, legales
de gran envergadura e importancia. Lima era el centro de un territorio
vastísimo que se extendía desde lo que es hoy Venezuela
por el norte hasta la Argentina por el sur. Asimismo, su puerto, el Callao,
poseía legalmente el monopolio comercial con la metrópoli,
es decir, era el único puerto autorizado a comerciar con España;
por consiguiente la flota mercante venida de Sevilla atracaba en el Callao
y a partir de ahí se llevaba a cabo el reparto de productos al
resto del Virreinato.
De todos modos, la Plaza Mayor no sólo se caracterizaba por ser
un centro comercial, sino también un lugar de reunión y
solaz, de tertulia y recreación. Allí se realizaban las
festividades religiosas –algunas de ellas con gran pompa - y las
celebraciones civiles. Así, a pesar de albergar las instancias
más altas del poder virreinal, el centro de la ciudad –dado
su carácter comercial y público- no podía ser una
zona de residencia o tránsito de sólo españoles o
criollos acaudalados o miembros de la alta jerarquía eclesiástica,
sino que conforme transcurrían los años y la ciudad se poblaba
se hizo más palpable e importante la presencia de numerosos blancos
pobres, indios, mestizos, negros esclavos y libertos y, en fin, miembros
de todas las castas (mulatos, zambos, chinos, cuarterones y quinteros)
e incluso asiáticos (japoneses y chinos, aunque su número
era reducido). A los que había que sumar los miembros del bajo
clero y los monjes de las órdenes que vivían en conventos
muy próximos a la Plaza Mayor: Santo Domingo, San Francisco, La
Merced . Por su parte, los esclavos negros y asiáticos, los sirvientes
indios solían trabajar en las grandes casas solariegas. Asimismo,
había blancos, indios, mestizos y negros libertos que formaban
parte de los gremios de artesanos (por ejemplo, el gremio de los aguadores
que se estableció alrededor de 1650 estaba compuesto por negros
libertos quienes se encargaban de repartir a lomo de asno el agua en pipas
que llenaban en la gran pila de la Plaza Mayor). Había también
blancos, mestizos, indios, negros libertos y castas que trabajaban en
el comercio de diversos artículos, los cuales vendían al
público en tiendas aledañas a la Plaza Mayor o en la misma
plaza apostados en los famosos “cajones” (tiendas portátiles).
Los negros esclavos también solían recorrer las calles diariamente
en busca de jornal o de un amo al cual ofrecerse en venta, en caso de
que su amo actual deseara desembarazarse de ellos. Y por último
había una informe multitud compuesta de blancos venidos a menos,
mestizos, indios, negros libertos, miembros de diversas castas quienes
se hallaban desempleados, semiempleados o subempleados y en buena cuenta
se prestaban a realizar cualquier tipo de trabajo. Los más se dedicaban
a la venta ambulatoria de los productos más diversos, anunciando
su presencia en las calles con pregones o haciendo sonar algún
instrumento. Algunos otros se alquilaban para cualquier labor eventual,
en particular de construcción. Los de peor fortuna pasaban a engrosar
las ya numerosas filas de vagabundos o mendigos que recorrían las
calles de la ciudad y que solían apostarse en los atrios de las
iglesias. Por último hay que señalar que en los límites
de esta abigarrada multitud se encontraban los bandidos y criminales,
aunque éstos solían vivir y llevar a cabo sus fechorías
en zonas distantes del centro de la ciudad.


Es evidente que los diversos grupos a los que hemos hecho mención
que tenían presencia en la zona céntrica de la ciudad y
que, en realidad, se hallaban desperdigados por toda la Lima colonial
, precisaban de espacios donde vivir, laborar y comerciar. En consecuencia
al lado de las grandes casas señoriales se edificaron otras mucho
más pequeñas y humildes, pero esto no fue suficiente para
satisfacer la demanda de nuevos espacios. Los españoles y criollos
acaudalados que se trasladaron a otras zonas de la ciudad dividieron y
adaptaron las casonas y casas principales que poseían en el centro,
de tal modo que contaran con numerosos cuartos que pusieron en alquiler.
Los precios no eran muy altos teniendo en cuenta que se trataba de pequeños
espacios y que un sólo cuarto solía ser rentado por varias
personas que compartían el costo del alquiler, pero las condiciones
de vida eran precarias debido al hacinamiento y la tugurización
. Hay documentos que hacen mención del alquiler del espacio de
debajo de la escalera como dormitorio. También algunos propietarios
ricos ya sea particulares, órdenes religiosas, miembros del clero,
cofradías, gremios, instituciones coloniales construyeron corrales
de vecinos o callejones de cuartos tanto en el centro de la ciudad como
en otras zonas.
[Los callejones de cuartos] Constaban de un pasillo a cielo descubierto
y a los lados unas puertas que daban acceso a las viviendas. Estas tenían
uno o dos cuartos y un corral utilizado como cocina y gallinero. (…)
Aunque en algunos casos los servicios y la cocina están fuera de
la unidad arquitectónica, siendo generalmente comunes.

Esta relación del entorno urbano de la Plaza Mayor que hemos esbozado
aquí sirve como una puerta de entrada al mundo de las Tradiciones
peruanas, pues muchos de los relatos de Ricardo Palma no sólo tienen
como teatro el entramado urbano, social de la Lima de la Colonia, sino
que la ciudad misma y sus diversos habitantes se constituyen en sus páginas
como sus elementos primordiales, su razón de ser. Pintarlos, hacer
un vívido fresco de ellos es una intención que se advierte
a cada momento en los textos. Sin embargo, veremos que este fresco excede
con mucho los parámetros del costumbrismo tradicional dado el carácter
elusivo del principal grupo social que se retrata y la óptica desde
la cual se da forma a este retrato.
En este sentido, es preciso hacer algunas especificaciones. Aunque las
Tradiciones peruanas abarcan todos los vericuetos de la Lima colonial,
gran número de ellas tienen como escenario el área urbana
a la que nos hemos estado refiriendo: la Plaza Mayor misma, las calles
cercanas, los corrales de vecinos, las zonas de recreo y solaz público,
los edificios de instituciones coloniales, los conventos, las iglesias,
los balcones, el mercado, las tiendas, los talleres de artesanos, las
casas humildes y las señoriales. A ello va aparejado la representación
de la variopinta muchedumbre que habitaba estos vecindarios o trabajaba
en ellos o simplemente deambulada en busca del sustento diario. Alberto
Flores Galindo (1984) ha notado que los espacios de la Lima Colonial a
los que aluden en su mayor parte las Tradiciones no son las casonas señoriales
o las residencias de recreo de los potentados, sino las calles por donde
transita tanto el hombre acaudalado, las autoridades virreinales como
el pueblo, los esclavos; los espacios públicos donde se celebran
festividades religiosas o civiles, las casas humildes, los corrales de
vecinos, los conventos donde se narran episodios sobre el clero de baja
jerarquía.
La Lima colonial de Palma no nos revela una ciudad aristocrática,
pues los espacios y personajes que recrean las Tradiciones están
más bien vinculados a un término que Alberto Flores Galindo
(1984) rescató de algunos documentos coloniales del siglo XVIII
y que ha sobrevivido en el habla de los limeños hasta el día
de hoy: “la plebe”. Hay que notar que en este caso el término
“plebe” no es usado en el mismo sentido con que aparece en
textos de Góngora y Argote, Rivadeneira o Paravicino en España
en el siglo XVII. Más bien, “plebe” –constituido
en contraposición a “aristocracia”- fue empleado en
el contexto americano para designar a varios grupos con determinados rasgos
raciales y que cumplían un específico rol económico
y social dentro de la sociedad de castas de la época virreinal.
En realidad, en este trabajo ya nos hemos ocupado de ellos cuando hemos
descrito a esa “multitud informe” que se hallaba desempleada,
subempleada o semiempleada, ellos precisamente son quienes conformaban
la plebe. En todo caso, lo medular aquí es notar que la voz de
la plebe: su idiosincrasia, su humor, su memoria, su sensibilidad, sus
creencias, se perciben en cada línea de las Tradiciones, es su
visión sobre la que se posiciona la voz enunciativa para trazar
su narrativa de la historia del Perú. Pero esa voz no es la de
la plebe en su integridad: es la voz multiforme y plural de los negros
esclavos y libertos, de los blancos pobres (entre los que había
numerosos hidalgos empobrecidos), de los mestizos, de las castas de la
ciudad de Lima; pero no es la de los indios. La voz del narrador por lo
general los trata de una manera distante, informativa, ajena, tratamiento
que en algunos casos llega a ser despectivo (hay muchos episodios en que
sin embozos los indios encarnan lo opuesto a la civilización –ya
que este último término alude en las Tradiciones a un horizonte
cultural hispano-mestizo-africano), aunque también el discurso
del narrador puede a veces trasuntar curiosidad e incluso admiración
(v. g., Los Incas ajedrecistas), pero en términos generales la
posición enunciativa no integra ni reconoce la voz indígena.



En este punto es dable establecer la relación que vincula a la
plebe con una noción que mencioné al inicio de este trabajo,
me refiero a la cultura criolla popular. Lo primordial es advertir que
entre uno y otro grupo social se tienden puentes que sugieren una cierta
continuidad histórica.
En la segunda mitad del siglo XVIII, las reformas borbónicas desencadenaron
una honda crisis económica que afectó en primera instancia
a los grandes comerciantes limeños –quienes en su mayoría
eran nobles españoles-, pero que pronto se extendió a todo
el resto de la sociedad limeña. Para combatir el enorme volumen
de contrabando, en particular el de origen inglés, se decretó
el libre comercio entre España y sus colonias, lo que desembocó
en la decadencia del puerto del Callao, frente al surgimiento de otros
puertos como Buenos Aires, Santiago de Chile, etc. A ello se sumó
que poco después el nuevo Virreinato del Perú –el
vasto territorio anterior había sido dividido entre el Virreinato
del Perú, el Virreinato de Nueva Granada, la Capitanía General
de Chile y el Virreinato del Río de la Plata- sufrió una
crisis agraria y minera. Una de las consecuencias más importantes
en la ciudad de Lima fue el considerable aumento de la plebe. Según
el historiador decimonónico Manuel Mendiburu en 1770 había
19,232 vagos en la ciudad de Lima, es decir, el treinta y ocho por ciento
de la población total. Hay que notar que Mendiburu no hace distinciones,
ya que considera como vagabundos a desocupados, subempleados, trabajadores
eventuales y estacionales. La decadencia del Virreinato del Perú
y, en particular, de la ciudad de Lima, dotó de una importancia
creciente a la plebe, pues la desocupación reinante, las condiciones
más duras de subsistencia la convirtieron en el grupo social más
numeroso, aunque hay que advertir que siempre fue un grupo desintegrado,
surcado por animadversiones y tensiones internas entre los miembros de
las diversas castas. En casos extremos el odio racial y por lo común
la mutua desconfianza y los mutuos prejuicios contribuyeron decisivamente
para que la plebe nunca alcanzara una cohesión social, una unidad,
y, por ende, objetivos comunes. Como bien apunta Flores Galindo, se trataba
de un grupo sumamente heterogéneo sobre el cual el arte o la literatura
no podían forjar un tipo popular, como ocurrió en Argentina
con el gaucho o en Chile con el roto, que, precisamente, sirvieron para
articular representaciones de la nacionalidad. Las Tradiciones peruanas,
señala Flores Galindo, se resisten a crear un tipo popular; para
Palma no era un misterio el grado de pluralidad y heterogeneidad de la
plebe. Es más, el pluriperspectivismo, la tolerancia, el escepticismo,
el relativismo que derrocha la prosa irónica de Palma provienen,
entre otras cosas, de la idiosincrasia de la plebe. Hay que notar que
los miembros de este grupo social estaban acostumbrados a rentar o tener
como propiedad pequeños espacios en casas, casonas y corrales de
vecinos que se encontraban sobrepoblados, lo que les obligaba a convivir
con gente de todas las castas, a estar expuestos a las influencias culturales
más diversas, a experimentar la diferencia cotidianamente, amén
de que cada día tenían que agenciarse el sustento recorriendo
las calles en busca de jornal o realizando su faena diaria de venta ambulatoria
que no siempre rendía lo suficiente. Un ambiente así facilitó
el mestizaje racial y cultural, sobreponiéndose en muchos casos
a las tensiones étnicas y a los arraigados prejuicios que se guardaban
las diversas castas, en particular indios y negros. Ese mestizaje debía
necesariamente tener un fundamento de tolerancia, que resolvía
las tensiones y enfrentamientos raciales y sociales a través de
un humor irónico y satírico entre los miembros de la plebe
y que aplicaba esa misma ironía y sátira a la forma de vida
de los señores, la aristocracia virreinal. Sin tomar en cuenta
estas características no se puede comprender del todo el humor
irónico y satírico de las Tradiciones. Adentrémonos,
entonces, un poco más en el imaginario y en la cultura que la plebe
urbana fue urdiendo y que más tarde será el caldo de cultivo
de la cultura criolla popular. Aldo Panfichi (1995) resume en los siguientes
términos la descripción de algunos rasgos de la plebe que
había esbozado Flores Galindo:
La plebe urbana elaboró una jerga propia, antihéroes idealizando
a los bandidos, una sátira burlona de la formalidad de la aristocracia,
danzas consideradas escandalosas por su insinuaciones sexuales, canciones
disolutas y una fuerte afición por los juegos de azar
Es interesante anotar que otro estudioso de la cultura plebeya, Luis
Millones (1978), aunque concuerda con que estas prácticas sociales
estaban al margen de las normas vigentes, señala que finalmente
no poseían un aliento contestatario, o, en términos de Flores
Galindo, no permiten articular ningún movimiento social de confrontación
real con la aristocracia. Luis Millones considera que esto se debe al
“fuerte enraizamiento de valores serviles coloniales en la cultura
de la plebe limeña” . Por su lado, Sinesio López (1980)
ha señalado que la cultura de la plebe hunde sus raíces
en la picaresca española y en la cultura afroperuana, en su cultivo
de la gracia, la picardía y el espectáculo exhibicionista.
En directa relación con ello, Aldo Panfichi (1995) apunta: “Viajeros
que pasaron por Lima durante los siglos XVII y XVIII han testimoniado
lo festivo de las reuniones de las ‘clases bajas’.”
Retomemos ahora la mención que hicimos líneas arriba acerca
de la honda crisis económica que sufrió el Virreinato del
Perú y, en particular, Lima en la segunda mitad del siglo XVIII.
Con el transcurso del tiempo, la crisis no sólo no amainó,
sino que se agudizó. Sobre Lima se fue cerniendo una parálisis
y una decadencia ostensibles, eso se puede advertir en que por casi un
siglo no hubo un aumento significativo de la población. El bandidaje
y el descontento popular aumentaron considerablemente e hicieron más
inseguras las calles de la ciudad, del mismo modo la represión
de las autoridades virreinales adquirió formas más visibles
y violentas. Por otro lado, las luchas contra los movimientos emancipatorios
que los españoles trataban de sofocar en toda América del
Sur, teniendo como su base de operaciones la ciudad de Lima, llevaron
a la bancarrota a los grandes comerciantes españoles afincados
en la ciudad, ya que éstos al optar decididamente por la causa
realista habían hecho, a través del Tribunal del Consulado,
ingentes contribuciones en favor del gobierno colonial y sus expediciones
militares para restaurar el orden colonial. Asimismo, debido a los cupos
que aplicaron indiscriminadamente tanto el ejército realista como
el patriota a las poblaciones, a los grandes terratenientes y propietarios,
etc. y a la enorme destrucción que el largo enfrentamiento trajo
consigo la economía del Virreinato del Perú y, por ende,
la de Lima quedó en ruinas. Eso explica en buena medida la atmósfera
estacionaria que envolvía a Lima a inicios de la República,
era una ciudad en decadencia, donde los usos, costumbres y formas de organización
provenientes de la Colonia aun perduraban y tenían vigencia.
Lima había sido el centro del Imperio español en América
del Sur, pero la independencia, al parecer, no le aportó más
que decadencia y declinación. Cuando los limeños de la década
de 1860 comparaban su ciudad con las bulliciosas Buenos Aires o Santiago,
el contraste no podía ser menos halagador. Encerrada dentro de
murallas defensivas ahora innecesarias, la “Ciudad de los reyes”
ya no era ni gran ciudad ni particularmente regia. Con una población
de apenas cien mil habitantes y con menos del uno por ciento de crecimiento
anual desde 1812, Lima se mostraba a la mayoría de los viajeros
como la marchita reliquia de una época pasada, con sus calles polvorientas
atravesadas por fétidas cloacas abiertas y sus ruinosos muros de
adobe como irónico contraste con los exquisitos balcones de madera
que habían sido el símbolo de su esplendor.
La modernización de la ciudad no llegó a concretarse hasta
las postrimerías del siglo XIX con el gobierno de Nicolás
de Piérola. Aunque décadas antes se había iniciado
un impulso modernizador con las obras del arquitecto Henry Meiggs encargadas
por el presidente Balta (1868-72), la iniciativa no pudo ser continuada
debido a la crisis guanera y la Guerra con Chile.
Aunque la aristocracia desapareció con la victoria e instauración
de la República, la plebe continuó siendo un grupo importante
del entramado social y en muchos sentidos su importancia se incrementó.
Los valores democráticos se introdujeron en la cultura plebeya
y comenzaron a dar una forma definida a la cultura criolla popular. Dentro
de ella perdieron su decisiva importancia las diferencias de raza y, en
cierta medida, de clase social, lo importante era conocer el código
cultural de interacción social, ser criollo era “ser alegre
y jaranero”, “sabérselas todas”, “ser vivo”.
Pero los valores de este heterogéneo grupo social abarcaban otros
aspectos:
Asimismo, es importante actuar como ‘caballeros’, con ‘honor’,
‘fidelidad’ y ‘decencia’, en la reciprocidad de
favores y solidaridades entre amigos, vecinos o compadres. Todo lo cual
revela la vigencia de valores tradicionales propios de los hidalgos pobres
de las ciudades coloniales, así como la solidaridad entre iguales
que provocan las nuevas exigencias de la modernización temprana
de la ciudad.
José Carlos Mariategui, con su acostumbrada agudeza, en el análisis
que hace de la obra de Palma en sus Siete ensayos de interpretación
de la realidad peruana, ya había advertido la filiación
democrática de las Tradiciones peruanas, la que se condecía
con la ideología liberal que había echado raíces
en la ciudades del Perú desde inicios de la república. Al
mismo tiempo Mariategui no vacila en señalar los límites
propios que la cultura criolla popular tiene frente al poder hegemónico,
limitaciones de las que adoleció la plebe durante el Virreinato
y que persisten en la República: la crítica irónica
y las sátiras que urden las Tradiciones de la aristocracia virreinal
y de los grupos que se disputan el gobierno de la naciente república
no se resuelven en una denuncia de la violencia que el poder hegemónico
ha ejercido y ejerce sobre el resto de la sociedad.
Resulta provechoso en este punto detenernos en los argumentos que esgrime
Julio Ortega (1988) para explicar las Tradiciones. Él descree que
las Tradiciones propongan una ideología y más bien, gracias
a su escepticismo de cuño liberal, a su relativismo, a su ironía,
se articulan como un discurso acerca de las ideologías, como una
toma de distancia escéptica frente a los relatos de lo nacional,
ya sean conservadores o liberales. Me parece que la explicación
del multiperspectivismo, de la pluralidad que proponen las Tradiciones
para la historia peruana y, por ende, para la identidad nacional se puede
encontrar, como lo hicieron Mariategui y Flores Galindo, en que están
impregnadas de una ideología surgida de un grupo social marcadamente
heterogéneo, que sustenta sus creencias en una práctica
social de supervivencia, que no pretenden erigirse como un derrotero,
pero que sin embargo se autolegitiman a sí mismas a través
del humor y la ironía y el uso de un lenguaje particular que hunde
sus raíces en la oralidad, y cuyo poder crítico socava pero
no rivaliza de manera directa con el poder ni sus discursos sobre la verdad.
Una narrativa de lo nacional
Aunque durante la Colonia, hubo en Lima escritores como Fray Francisco
del Castillo, el llamado ciego de la Merced, y el anónimo autor
del líbelo contra el Virrey Amat y su querida La Perricholi, Drama
de dos Palanganas, que adoptaron en sus composiciones el lenguaje de la
plebe y hasta cierto punto su sensibilidad , no fue sino hasta Ricardo
Palma que la idiosincrasia, la sensibilidad, la oralidad, la memoria colectiva,
el humor de la plebe irrumpen en el centro del discurso escrito (Julio
Ortega1988). Pero el procedimiento que lleva a cabo Palma es más
aventurado: no sólo la oralidad popular se instaura en el discurso
escrito, sino que lo dota de sus características: su precariedad,
su tendencia a cambiar de forma, a volverse plural. El procedimiento alcanza
su culminación cuando la materia histórica vista bajo el
lente e informada por la cultura criolla popular se erige como una narrativa
de lo nacional, se construye como una identidad limeña y peruana.
Este salto que realizan las Tradiciones, de re-producir el relato histórico
y autoidentificatorio de un grupo social a narrar una comunidad imaginada,
se debe sobre todo a la ideología liberal y al historicismo romántico.
Voy a referirme, en primera instancia, a la ideología liberal.
Anteriormente, ya hemos mencionado a la democratización como un
elemento central en la cultura criolla popular, precisamente la ideología
liberal fue el fundamento para que estos valores democráticos se
pusieran en boga en los inicios de la república en el Perú
y fueran recogidos como valores propios por un grupo social que había
sido postergado y oprimido por largo tiempo y cuya situación aun
era bastante precaria. Esta noción de libertad ciudadana y de igualdad
ante las leyes –al menos en el papel-, hacen posible que las Tradiciones
ingresen a la historia y la socaven de su aura de solemnidad y de respeto
a la autoridad, y de este modo la democraticen y ofrezcan con ello un
origen común a los diversos grupos sociales que componían
la sociedad urbana republicana. Este origen es la Colonia, que se convierte
en el punto de partida de esta narrativa de la nacionalidad.
Ahora bien, antes de hacer alusión al historicismo romántico,
quisiera traer a colación algunas ideas que Benedict Anderson desarrolla
en Imagined communities. Anderson señala que un factor decisivo
que permitió el surgimiento de una nueva conciencia en las colonias
españolas en América fueron los viajes que llevaban a cabo
los funcionarios criollos dentro de los Virreinatos o demarcaciones políticas
donde habían nacido. Un funcionario criollo no solía ser
designado para un puesto fuera del Virreinato o demarcación política
de la cual provenía, de esta manera las autoridades de la metrópoli
creían tener bajo su control a los criollos, quienes finalmente
no podían acceder a los puestos más encumbrados del Imperio
Español en América. Paradójicamente, esta situación
provocó cierta sensación de unidad espacial en la conciencia
de los criollos en relación con un territorio específico.
Por otra parte, Anderson señala que la prensa también jugó
un papel esencial en el surgimiento de esta nueva conciencia nacional.
A comienzos del siglo XIX, aparecieron publicaciones periódicas
en las principales ciudades de las colonias españolas en América,
esta nueva actividad provocó que el foco de atención de
los criollos virara dramáticamente de la Metrópoli hacia
las ciudades y territorios de los cuales provenían. Los periódicos
construyeron identidades ciudadanas, ya que no sólo se trataba
de un caudal de noticias sobre una demarcación política,
sino que las noticias se identificaban con los lectores, de este modo
se trazaba un vínculo entre la información, un territorio
y el lector. Habría que decir en relación con los periódicos
y su papel en el surgimiento de una nueva conciencia que la ideología
liberal y el romanticismo tomaron su parte en ello, pues las ideas que
impulsaron a estos periódicos a desempeñar un rol como el
que llevaron a cabo tomaron su inspiración de ellos.
Si Anderson establece que los viajes de los funcionarios los pusieron
en contacto con un espacio determinado, un movimiento tan importante como
éste fue el viaje, pero en términos temporales, que provocó
el romanticismo entre los intelectuales hispanoamericanos. Un saber esencial
en Hispanoamérica en el siglo XIX fue la historia, el estado y
los intelectuales advirtieron la necesidad de dotar a las nuevas repúblicas
de una unidad en términos temporales, de un origen. La vertiente
liberal precisaba este origen como punto de partida para materializar
sus proyectos desarrollistas. Se instaura así la tradición
en los países hispanoamericanos de historias monumentales que elaboran
y legitiman las nuevas nacionalidades estableciendo sus lazos con el pasado:
ruptura con la Colonia y valoración de la Emancipación.
Sin embargo, la relación que se construye con el pasado es de suyo
más compleja. Hay una vertiente romántica que propone una
continuidad, como sucede en el Perú, entre la Colonia y la sociedad
republicana. En las Tradiciones el impulso de rastrear en la memoria popular,
en las tradiciones orales la identidad de una nación peruana es
netamente romántica. Es un deseo de definir los rasgos característicos
que nos diferencian del resto, su hallazgo es lo que hace posible urdir
una narrativa de la nacionalidad. Entonces, hay un doble y contradictorio
impulso en las Tradiciones peruanas, el que se adhiere al ideal del progreso
y la democracia y el que se liga al pasado en su intento de elaborar una
narrativa de lo nacional. Sin embargo, hay que recalcar que las Tradiciones
son una obra fundamentalmente fragmentaria, que se contrapone a la historiografía
monumental del siglo XIX, de este modo, como apunta Fernando Unzueta,
su carácter episódico, plural, en el cual se advierte –a
pesar de la cronología- la desconexión de los acontecimientos,
suspende sobre un terreno de ambigüedades la narrativa de lo nacional,
la hace precaria.
En relación con el argumento de Anderson sobre el papel que jugaron
las publicaciones periódicas en la emergencia de una nueva conciencia,
hay que notar que gran número de Tradiciones apareció en
publicaciones periódicas antes de ser recopiladas en un volumen
unitario, asimismo el periodismo satírico que Palma mismo solía
ejercer en sus asiduas colaboraciones con periódicos de la época
tanto en el Perú como en el exterior es una de las fuentes del
lenguaje tan inconfundible de las Tradiciones.
Se han señalado los límites que entraña la narrativa
de la nacionalidad en una obra como Tradiciones peruanas. El peligro de
la homogenización a partir de una caracterización (en fin,
una esencia) de lo que es ser peruano. La violencia de esta homogenización
parecería evidente dado que las Tradiciones articulan una narrativa
de la nacionalidad inspiradas fundamentalmente en la sociedad de la Lima
Colonial y en su devenir durante la república, dejando de lado
(excluyendo) múltiples voces del resto del país (en particular
la indígena). De este modo, Lima se erigiría como el centro
del discurso de la nación.
En cuanto a esto, habría que advertir, en primer término,
que no es tan cierto que la caracterización que establecen las
Tradiciones peruanas sea tan unívoca o consistente (ya hemos visto
que el grupo social en el cual se inspira es sumamente heterogéneo):
Más que esencialidad (caractereología, determinismo, identidad
nacionales) hay en la ‘tradición’ operatividades (‘tecnologías
del sujeto’) de la nacionalidad; funciones y episodios que construyen
una ‘superficie’, una materialidad densa y profusa de humanidad
y a la vez ligera de consistencia, durable en los saberes (de la cultura)
y precaria en su espectáculo (la historia).
En cuanto al riesgo de exclusión y homogenización forzada,
es obvio que las Tradiciones no recogen la diversidad de voces que componen
el Perú y que obviamente hay una mediación de la voz de
la plebe, la cual adquiere y se la ubica dentro de la historia de una
forma tal que se transforma en sustento de la nacionalidad. De todos modos,
hay que notar que el éxito de las Tradiciones de Palma provocó
que a lo largo de todo el país apareciera una legión de
tradicionistas que repetían con mayor o menor fortuna el procedimiento
de acudir a la historia local o a la memoria del pueblo para urdir un
pasado que dotara de identidad a sus pueblos, a sus ciudades, a sus regiones.
Estamos ante una valoración romántica de la historia, ante
una movimiento de diversificación y diferenciación; lo que
demuestra que estimar a las Tradiciones peruanas como sólo una
corriente de homogenización (que lo es) es ignorar las consecuencias
culturales integrales que tuvo en la sociedad republicana de entonces
y la del futuro.
Obras citadas
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